martes, 25 de diciembre de 2007

Maison Ikkoku y el regreso del romanticismo

Bueno, no sé si ha regresado o no, pero quiero recordar en esta nota la que para mi es, sin lugar a dudas, una de las grandes obras del comic de todos los tiempos, y diría más si no fuera porque los innombrables del culturalismo y los intelectualoides de salón no considerasen el noveno arte como poco más que para liarse porros. En esta entrada quiero rendir un sentido homenaje a una obra que probablemente sea imperecedera y que dará igual cuando se lea: desencadenará los mismos sentimientos agitados y las mismas sonrisas flojas que hasta ahora. Estoy hablando de Maison Ikkoku.

Esta obra maestra del manga fue creada por Rumiko Takahashi hace ya la friolera de 25 años, en los plenos años 80 japoneses. Y a pesar de ese ambiente y sentido de la realidad tan específicos, no creo que haya persona civilizada en el mundo que no se refleje en unos personajes tan perfectamente definidos desde el principio como los de este comic. La historia en principio es bastante simple y banal: un edificio destartalado de las afueras de Tokyo reciba a su nueva encargada, Kyoko Otonashi, que ha recibido la misión de mantener ese sitio funcionando a pesar de todo. Allí viven cuatro inquilinos con serios problemas mentales la mayoría de ellos (no en un sentido médico), entre los que vive un joven llamado Yusaku Godai, que está intentando entrar en la universidad y no lo consigue, sobre todo por culpa de sus convecinos, que son unos liantes y borrachuzos. Este es el panorama cuando llega Kyoko, pero a partir de ese momento nada será igual. Yusaku se enamora de ella desde el primer capítulo, y en realidad, de eso va toda la obra: de como Yusaku, un chico torpe y sin aspiraciones intenta conseguir que Kyoko se fije en él y a su vez se enamore del muchacho. Ella sólo es un par de años mayor, pero es distante, como si se tratase de una estrella fugaz: es mayor y viuda, a pesar de que en realidad es muy joven. el fantasma de su marido campa por sus respetos durante toda la historia. Y los distintos personajes en muchos casos son obstaculos para Yusaku, y en otras ocasiones, las menos, una ayuda.

No voy a decir como termina porque para muchos es posible que sea bastante obvio, pero hoy, cuando he terminado de leer todos los tomos (publicados por Glénat), he cerrado el libro y me he acongojado porque se había acabado. He sentido una pena sincera, un desasosiego porque hasta ese momento había comprado y devorado los capítulos con ansia para poder llegar al final, y cuendo este ha llegado, me he dado cuenta de que me he quedado vacío. Tal es el poder magnético que ha ejercido sobre mi. Ya no me voy a poder reir con los malentendidos y las penalidades de los protagonistas, sin las putaditas de los vecinos del Ikkoku (la casa donde viven todos: Yotsuya, Akemi, la señora Ichinose), y el drámatismo de una historia de amor que parece que no se va a solucionar nunca, a pesar de todo.

Algunos la tacharán de simple culebrón, pero estoy completamente seguro de que si se emitiera una serie real basada en este comic arrasaría a los bodrios que nos lanzan indiscriminadamente las televisiones. Sí, es un culebrón, eso no lo duda nadie, pero es un culebrón excelso, magnífico, que a Boris Izaguirre le gustaría escribir, incluso. Yo llevo siendo fan de Rumiko Takahashi desde que comencé a leer manga, y con cada cosa que leo de ella me maravillo de lo que es capaz la imaginación humana. Aún no le he visto fallar una vez con sus historias, que ya es decir. Sea una serie larga como Maison Ikkoku o unos relatos cortos como La tragedia de P, Takahashi nos deleita con su verbo y su magia, como muy pocos autores son capaces.

Ya no hay más Yusaku, ni Kyoko, ni Ikkoku. Sus vidas terminan en la última página. Si algún día alguien tiene las narices de hacer una adaptación en occidente (en Japón están haciendo una), comprobará que no he exagerado una linea. Esta serie es carne de cañón, y está dispuesta para que alguien la lance y arrase con todo.

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